El faro de La Borracha

Ernesto Hontoria López
Faro de la Borracha (Cima de la colina de la isla)
De izquierda a derecho de la foto:
Lictor Torres, Ernesto Hontoria y Arturo Zea
(Foto: Tomás Linares)

Habíamos comenzado el ascenso faltando pocos minutos para las 10 de la mañana. Sin embargo, en mi caso, la excursión había comenzado a las siete cuando salí remando en kayak desde los canales. Casi dos horas después nos reunimos todos en la ensenada del Guaro y nos alistamos para la aventura.

Caminamos los cuatro en fila india buscando claros en la montaña para escapar de los desagradables pinchazos y rasguños que nos causaban las púas  del bosque xerofítico que estábamos atravesando. Ya habían pasado las once de la mañana y el calor arreciaba. Sobre nuestras cabezas un gavilán volaba en círculos emitiendo chillidos agudos al mejor estilo de una película de vaqueros (de las viejas, en las que una agonizante vaquero atraviesa el desierto, no como en las más recientes en las que los protagonistas van a las montañas a desahogar oscuras pasiones). Salvo el gavilán, tres zamuros que volaban más alto y un animal terrestre, de pelaje negro, no identificado, no vimos más fauna. Por alguna razón las iguanas se habían escondido.

Nuestro guía aseguraba que estábamos en la peor parte del trayecto, al tiempo que nos señalaba la ruta por la que ascendíamos hacia el faro de La Borracha. Él, un fanático del montañismo, ya había subido una vez en solitario, guiado por su intuición. Para el resto de nosotros todo lo que teníamos por delante era nuevo.

No hay caminos ni señalizaciones que lleven hacia el faro, sólo hay rocas, calor y plantas xerófilas que, entre lomas y abismos, te retan a subir. La escasa vegetación hace que la mayor parte del camino se recorra sin mayores dificultades, ¡mucho sol eso si! sobretodo si se comienza a subir tarde. Como cualquier montaña que se respeta, la de La Borracha tiene su dificultad: Las piedras sueltas en el terreno árido e inclinado de sus laderas la tornan resbalosa con el agravante de que cada resbalón puede ser detenido por un bosque de púas. Si te estás resbalando no se te ocurra agarrarte a una mata, las probabilidades de que tenga espinas son muy altas.

Ahora si el equipo completo.
El trago más amargo de pasar fue ese bosque de cactus formado en el valle entre dos lomas, en él descubrimos (además de la extraña criatura de pelaje negro) que las púas pueden traspasar los zapatos. Una vez superado ese tramo, se divisa el faro en lontananza, como saludando con sus brazos abiertos (probablemente con un par de zamuros posados en ellos). El camino desde ahí se torna en un agradable paseo que transcurre junto a impresionantes abismos con una extraordinaria vista de 360 grados. Al mediodía llegamos al faro. A la derecha se divisaban las isletas de Píritu, al frente las tres ciudades y a la izquierda teníamos vista franca hasta el golfo de Santa Fe. Desde allí arriba la bahía del Silencio parecía una laguna y el conjunto de islas, penínsulas y recovecos de la costa recuerdan esos paraísos elegidos por los cineastas para sus cintas de piratas. La vista alucinante desde esos casi 400 metros de altura no cura las heridas del camino, pero recompensa el esfuerzo.

Video del ascenso al faro de la isla La borracha


Nota: Este texto fue publicado el lunes 8 de enero de 2007 en el diario El Tiempo (Venezuela) y en la revista Pioneros de Petrozuata el 31 de enero del mismo año.

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