Ajedrez en Cocollar


Ernesto Hontoria López
Dos niños jugando ajedrez en una esquina de Cocollar

Desde que llegué a Puerto La Cruz, hace más de 6 años, tenía entre mis metas subir al cerro del Turimiquire, el pico más alto de la Cordillera de la Costa Oriental (2.596 m); casi tan alto como el pico Naiquatá en el Ávila. El nacimiento de mis dos chamos había enfriado los planes (los hijos tienen una capacidad mágica para alterar nuestras prioridades); sin embargo, una coyuntura reciente me hizo desempolvar el proyecto.

El primer paso era convencer a un par de incautos para que me acompañaran en el proyecto. No fue difícil lograrlo. Un tercer amigo nos bajó unas fotos de Internet, que mostraban una topografía “papita” de la montaña, con lomas redondeadas y caminos poco empinados; extrajimos del relato de Humboldt algunos datos de interés y copiamos un plano de la zona, en las oficinas de la antigua Cartografía Nacional. Todo señalaba a Cocollar como punto de partida.

Cocollar es un pueblo pequeño, escondido entre montañas, que evoca a los pueblos andinos. Ciertamente, el acento oriental es inconfundible, pero la cordialidad, la vocación campesina y el ritmo de vida se asemejan mucho. Almorzamos una excelente sopa en el Parador de Cocollar. Allí, con el plano desplegado sobre la mesa, la brújula sobre el plano y el Turimiquire a la vista, enfrentamos nuestro primer enigma: la brújula señalaba que el pico estaba hacia el noroeste, mientras que en el plano aparecía al suroeste de Cocollar. Esto podía significar al menos tres cosas: que el pico se había movido para el norte desde que, en 1964, trazaron el plano (poco probable); que el pueblo se había desarrollado hacia el sur (poco factible); o que la brújula estaba mala (¡imposible!). Un comensal del Parador, oriundo de Cocollar, se sumó a nuestras discusiones y con mucho aplomo nos dijo que el pico que estábamos viendo no era el Turimiquire, sino los Chorros. Afirmó, con la mayor seguridad, que el Turimiquire no se veía desde ahí. Sus palabras fueron un balde de agua fría. Ante la duda creciente optamos por usar el comodín: ¡un guía!

Matilde, dueña del Parador, nos señalo el ranchito de la familia Salazar, montado en una loma cercana. Los hermanos Salazar tienen fama de haber coronado la montaña. Esa tarde fuimos a visitarlos. Caminamos por una vereda empinada. Por el camino la gente, aunque extrañada por nuestra presencia, saludaba cordialmente. Los Salazar tenían compromisos para el día siguiente, por lo que nos presentaron a Edgar Rivero, que sí estaba dispuesto a servirnos de guía.

Dedicamos el resto de la tarde a pasear por Cocollar y el pueblo vecino, Las Piedras. Para citadinos como nosotros Cocollar vive a un ritmo diferente, sin tensiones ni angustias, como si la gente estuviera abstraída en una realidad más simple que la nuestra, sin tantas complicaciones. La imagen de un par de niños sentados frente a su casa, totalmente concentrados en su juego de ajedrez, sin mirar a los lados temiendo un atraco, ni pulsar frenéticos las teclas de un juego de video, habla un poco de eso. Subir al Turimiquire no es para ellos un desafío, tampoco un enigma que el cerro esté un poco más allá o más acá. Simplemente está ahí, es parte del paisaje. El enigma del plano era un asunto nuestro, gente de la ciudad, que se preocupa por cosas a veces intrascendentes; un enigma que debería esperar a que subiéramos la montaña.

Nota: éste escrito fue publicado el lunes 14 de mayo de 2007 en el diario El Tiempo (Venezuela)



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