Travesía en Kayak de Cumaná a Lechería

Ernesto Hontoria López

Como a las 5:30 a.m. -en la tenue luz del amanecer- comenzamos a cargar las lanchas con las provisiones para la excursión: carpas, comida, hielo, agua, cervezas, refrescos, ron, el kayak y el remo. La intención inicial era salir a las 6 de la mañana, con la idea de llegar a Cumaná alrededor de las 8 y comenzar la travesía temprano, pero el proceso de cargar la lancha se hizo más largo de lo esperado y terminamos zarpando a las 7.


Viajamos en la Tai-Tai Marcela, Marianita, Carlitos (sobrino de Tomás), Rodrigo, Federica, Tomás y yo, nos acompañaban en la Posh: Fernando, María Eugenia (Maru), Jorge Alejandro (ex Jorgito), Ana Cristina y Niki (la hija peluda de Maru y Fernando). La mañana estaba como mandada a hacer: excelente para navegar.


Faltando minutos para las 9 llegamos a Cumaná y lanzamos el kayak al agua. Lo abordé desde la lancha mientras ésta esperaba por gasolina amarrada en el muelle de la bomba. Con 3 litros de agua y un par de manzanas comencé a remar de regreso a casa.


La travesía contemplaba dos jornadas de remo ese día -si el clima, el mar y los brazos del remero lo permitían-. La primera partía de Cumaná y llegaba a la bahía de Manare. Eran poco más de 20 Km. que debería recorrer en 3 horas y media. La segunda jornada, después de almuerzo, pretendía llegar hasta la playa las Canoas (Las Caracas) donde pasaríamos la noche. Este tramo, de 13 Km. debería hacerlo en 2 horas. La travesía continuaría el día siguiente hasta el Faro (unos 25 Km.), para pernoctar allí nuevamente, y terminaría al tercer día remando hasta Lechería (otros 14 Km.).


Las cosas no salieron exactas al plan. No sé si fueron los vientos alisios, el monzón de verano, el calentamiento global o la pasta que cené la noche anterior, pero el primer tramo lo recorrí en 2 horas, 40 minutos. Más que una jornada de remo, era de surf, por las olas de popa que arrastraban al kayak. La diversión de las olas tenía un costo: estabilidad y maniobrabilidad. La corriente volteaba el kayak mar afuera, así que la mayor parte del trayecto sufrí para mantener el rumbo; remé prácticamente con un sólo brazo (el derecho). En una ocasión las lanchas de apoyo se acercaron a ver como me iba, y casi aprovecho para abortar y subirme en una de ellas. Era el típico momento en el que uno se pregunta: ¿Quién me mando a meterme en esto?


Al llegar a Manare con la lengua afuera, descubrí que la tripulación había decidido dejar la jornada hasta allí por ese día. Confieso que me alegró la noticia: pensar que me faltaba remar dos horas más ese día me daba escalofríos. Así que acepté gustoso la cerveza que me ofrecieron y me zambullí de espaldas en el mar por un buen rato. Pasamos el resto del día en esa playa (una de las mejores de Venezuela), con los chamos correteando incansablemente de un lado a otro, mientras Jorge –el organizador de juegos del campamento la Colmena- dormía una siesta profunda de unas... ¿6 horas? Esa tarde descansé amodorrado bajo la sombrilla, con la única preocupación de que no se calentara mucho la cerveza que tenía en la mano. Anita se ocupó de dar paseos en kayak a toda su clientela menor, cuyos dos pasatiempos favoritos eran pelear por un puesto en el kayak y lanzarle la pelota a Niki. 


La noche nos cubrió con un impresionante manto de estrellas. Con  cubalibres, pinchos y una marquesa de chocolate celebramos mi cumpleaños. La celebración no pudo ser más redonda: la tan ansiada travesía de despedida de Puerto La Cruz, coincidía con mi cumpleaños, la primera noche en carpa de Rodrigo y Marcela, una ruptura total con el estrés que significó para Fede y para mí los últimos días en Petrozuata, y la compañía de unos buenos amigos, en una noche sin pretensiones, sin lujos, con la sencillez de unas carpas montadas sobre la arena. 


A las 7:30 a.m. del día siguiente comencé a remar nuevamente. Entré en la ensenada Tigrillo por Punta Campanario, y la atravesé en hora y media. Los matices del mar, las aves sobre los peñascos, la soledad y belleza de esos paisajes, pagaron el esfuerzo del trayecto. Me descorazonó, sin embargo, llegar al final de la ensenada y ver lo lejos que estaba el Faro. Paré a descansar unos minutos, me comí una pera, tomé agua, me resigné y volví a remar. Una hora después me alcanzaron las lanchas. Me dieron ánimos y una Solera fría que me llenó de energía, para luego desaparecer frescamente en los islotes lejanos, dejándome nuevamente sólo con mis pensamientos. 


Ese tramo fue tedioso. No había grandes olas, el sol arreciaba, los delfines no aparecían, y hasta mi repertorio de canciones se había vuelto monótono. Lo único emocionante fue descubrir que estaba en la ruta del ferry justo a la hora en que éste pasaba. No tenía esperanzas de que desviara su curso; de hecho, estaba convencido de que ni siquiera me había visto atravesado a su paso. De manera que me tocó remar a todo pulmón por más de 5 minutos para ponerme a salvo. Quedé exhausto. El barco pasó a unos 50 metros detrás de mí y los pasajeros me señalaban como si yo fuera un delfín. 


Volví a remar y me percaté de que tenía ampollas en la mano derecha. Una de ellas en el dedo índice se había roto y molestaba con el agua del mar. Llegué a Picuda Chica y paré en una pseudo-playa para descansar unos 15 minutos. Me bañe un rato, comí las dos manzanas que me quedaban, y volví nuevamente a la ruta.


Cuando llegué al Faro tenía 4 horas y media remando. En la isla había tanta gente que ni soñar con montar una carpa. El equipo de apoyo se había amotinado y envió a una comisión para convencerme de continuar remando a casa. A las 4 de la tarde alcancé la meta: Lechería. Había atravesado a remo el paraíso...





Nota:
Una versión de este escrito fu publicada en el diario El Tiempo en julio de 2007

Comments

JF said…
Viniste a Venezuela??????

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