Damas de noche
Eduardo Arroyo T.
Cada cinco, seis o más años la dama
de noche daba una flor. Este año han sido cuatro. El viernes abrieron dos, las
otras dos el sábado.
Con apuro, con urgencia, como intuyendo que la noche es corta, las damas se expanden, se dilatan, se desperezan a eso de las ocho, cuando ya no hay luz. Y créanme, su trance, su apremio, se trasmite al observador. Corres por la cámara, las luces, y llamas: ¡vengan, rápido, llegó el momento!
En medio de un ataque de voyeurismo, las miras por todas partes, te dejas seducir, y te dices que alguna cosa hay que hacer: festejar, descorchar la champaña, llamar a los vecinos. Y cuando acabas de admirarlas, de examinar los estambres y el estigma y el calículo, y de decir diez veces lo hermosas que son (mientras tanto ellas abren, abren, hasta lograr una circunferencia mayor que la de una mano grande), y decides irte a dormir, entonces te preguntas si no las traicionas, si no debieras acompañarlas hasta la consunción; y te preguntas qué insecto, qué insensible y maldito insecto, pájaro o mamífero nocturno que no viene, es el encargado de restregar los estambres e impregnar el pistilo, porque no has visto ninguno, y si el condenado animalejo no aparece el enorme esfuerzo va a resultar en vano. Y después, en la madrugada, te das vueltas en la cama preguntándote si no has debido coger un pincel y hacer tú mismo la labor polinizadora del bicho, porque no es admisible que toda esa energía, ese emperifollamiento, esa seducción, carezcan del más mínimo propósito. Y la desazón no te deja dormir.
Al amanecer las damas han muerto de pura extenuación. Simbolizan a Tánatos y a Eros.
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