El cucurucho del Turimiquire
Ernesto Hontoria López
A las 6 de la mañana comenzamos el camino. El
ascenso resultó lento por lo abrupto del terreno y lo resbaloso de algunos
tramos. Pasada la primera loma, se sube todo el tiempo por la fila de la
montaña. El trayecto transcurre entre maleza (a veces alta, otras baja y
siempre raspante) y abismos. A diferencia del Ávila, los senderos no están
marcados, se van abriendo al andar.
Al sobrepasar los 1.600 metros de altura se
pueden apreciar otros cuatro ramales de la montaña, que van confluyendo en
diferentes puntos de la fila por la que andamos. Todos de extrema estrechez en la
cima; tan delgados que, en algunos tramos, tendrán a lo sumo un pie de ancho.
Nos tocó pasar un par de ellos con la vista clavada al frente para no sentir
vértigo. ¡Son trechos emocionantes en una cordillera imponente que regala una
vista fascinante al excursionista!
Caminamos unas seis horas y media hasta llegar
a una suerte de cuenca en cuyo fondo se escondían unas pozas no mayores a un
metro de diámetro y de unos pocos centímetros de profundidad. Habíamos
alcanzado los 2 mil metros de altura. Almorzamos allí frugalmente. Uno de
nosotros propuso quedarse en ese sitio montando el campamento, mientras el
resto intentaba coronar el pico. La idea fue aceptada y poco antes de la 1:00
p.m. reanudamos la caminata sin morrales. Al montarnos nuevamente sobre la fila
apareció el cucurucho del Turimiquire, imponente, erguido y desafiante, a
cuatro lomas de distancia. Su rampa de acceso, una subida empinada casi
continua hace lucir enanas al resto de las lomas. Era como si, después de tanto
caminar descubrieras que aun no has empezado a subir la montaña.
Subimos, bajamos, volvimos a subir y a bajar
las desmoralizantes lomas. A las 2:00 p.m., ya con la monumental rampa del Turimiquire
en frente, nos despedimos de los guías, que emprendieron su regreso. Mi
compañero y yo continuamos ascendiendo por unos 40 minutos más. En esa subida
interminable descubrimos una pared de roca casi vertical, que se alza sobre la
cima de una montaña paralela y que hasta ese momento había permanecido oculta.
Nuestra nueva posición nos permitía observarla iluminada, brillante y
majestuosa, con una altura probablemente similar a la del cucurucho. Saqué la
cámara del bolsillo con la intención de fotografiarla, pero en cuestión de
segundos una seguidilla de nubes se volcó a taparla. Era como si estando a
punto de fotografiar a una doncella desnuda, su madre pudorosa hubiese venido
corriendo a cubrirla.
Me senté a contemplar cómo las olas de nubes
trepaban a toda velocidad por la cara norte de la rampa y saltaban al vacío por
el sur para irse a tapar la desnudez de la montaña de enfrente. En instantes
borraron el trayecto andado y el trayecto por andar. Mi compañero, que venía
atrás, había desaparecido. Quedé solo y, literalmente, en las nubes, extasiado con
sus movimientos. El cielo se ennegreció y comenzó a lloviznar. Mi amigo seguía
sin aparecer. Comencé a descender y a los pocos minutos lo encontré subiendo ligeramente
maltrecho: Se había caído y doblado un tobillo. Decidimos volver al campamento
sin coronar el pico. Habíamos alcanzado 2.300 metros de altura; los 300 metros
restantes quedarán para un próximo
intento.
Nota:
Este escrito fue originalmente publicado en el diario El Tiempo (Venezuela) el 28 de mayo de 2007.
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