Explorando la cuenca alta del rio Socuy

Ernesto Hontoria López

En diciembre de 1991, atendiendo a una invitación de Jesús Otero, me uní a un grupo de espeleólogos de la Sociedad Venezolana de Espeleología (SVE) que exploraban la cuenca alta del rio Socuy en la serranía de Perijá. Se cumplen este diciembre 30 años de eso y no crean que mantengo en mi memoria todos los detalles de tal expedición, al contrario, me siento apenado de no haberlos documentado mejor para protegerlos del paso del tiempo que conlleva al olvido. Lamento también no haber mantenido contacto con los miembros del equipo, excepto con Jesús con quien hice varias excursiones más, porque si bien yo descubrí que las cuevas no eran mi verdadera pasión, manteníamos un interés común por la exploración de los ambientes naturales en Venezuela. Bien me hubiera encantado acompañar a los miembros de la SVE en la exploración de las cuevas del Roraima, que según descubro en la página de la sociedad ocurrió entre el 2003 y el 2005, fechas en las que aún yo residía en Venezuela.

El texto y las fotos que siguen a continuación son mi contribución para mantener vivos los recuerdos de ese viaje, y muy especialmente el recuerdo de Jesús Otero, quien lamentablemente falleció en mayo de 2015[1].

Conocí a Jesús al entrar al equipo de natación máster del Colegio San Ignacio de Loyola, cuando yo estaba a punto de graduarme de la universidad. Jesús era el entrenador y además un aficionado (entre otras cosas) a la espeleología. Un día, no recuerdo ya los detalles, nos invitó a conocer la cueva de Alfredo Jahn en Birongo. Fuimos, no una, sino un par de veces, con gente del equipo de natación y con invitados externos. No muchos de los nadadores del equipo parecían interesados en la exploración de cuevas, de manera que completábamos los cupos libres del carro con otros invitados. La cueva de Alfredo Jahn me abrió el apetito por la espeleología y de allí pasé, brinco rabioso, al viaje de exploración de la cuenca alta del rio Socuy, zona donde un año antes se había descubierto la cueva del Samán, que ya se sabía que era más larga que la del Guácharo, pero que requería ser oficialmente medida y catalogada, para lo cual la SVE buscaba voluntarios.

Jesús estaba muy involucrado con las actividades de la SVE. Una o dos semanas antes de nuestro viaje me invitó a conocer su sede, en el sótano de un edificio de Bello Monte, y al equipo con quienes iríamos a Perijá. No recuerdo mucho de la reunión, ni de si hubo algún otro encuentro posterior a ella para ultimar detalles, creo recordar que cada uno se encargaba de llevar su propia comida, y en realidad salvo por los equipos de medición (cintas métricas, principalmente) cada quién ponía lo que necesitaba, incluso las linternas de cabezas.

El viaje hasta el Zulia ocurrió sin incidentes hasta llegar a casi la mitad del puente sobre el lago de Maracaibo. En ese momento se me ocurrió poner la gaita cuando voy pa’ Maracaibo y empiezo a pasar el puente… y segundos después la correa del alternador de mi Toyota se rompió y quedamos varados en la mitad del puente. Fue la primera y única vez que caminé sobre él, y supongo que no muchos tienen el privilegio de haberse asomado por sus barandas hacia abajo. No es tampoco que yo haya caminado un gran trecho; después de matar la curiosidad de ver cuán alto se ve el puente hacia abajo, me tocó amarrar mi carro a otro de los Toyotas que venía en nuestra caravana para que nos remolcara hasta Maracaibo.

Puente sobre el Lago de Maracaibo. 
Era domingo y los talleres estaban cerrados, sin embargo, conseguimos uno con una fiesta prendida, donde nos recibieron. Como no tenían la correa que necesitábamos, nos enviaron a buscarla a casa de una viuda que había heredado la tienda de repuestos de su difunto marido (cosas de las que uno se entera un domingo por la tarde en Maracaibo). Varias cajas de cervezas después, el carro estaba reparado y continuábamos la ruta hacia la serranía de Perijá.

Reparando el Toyota un día domnigo

Confieso mi poco interés en aquella época en conocer el paradero exacto a dónde íbamos. Salvo que era en la sierra de Perijá que está en la frontera con Colombia, no conocía mayores detalles. En aquella época no existían aun los GPS y no es que fuera común tener un mapa vial de Venezuela en la guantera del carro. Uno generalmente se guiaba por letreros, bajando el vidrio y preguntando, y en mi caso, me preocupaba por no perder al Toyota que tenía delante. Se que pasamos Maracaibo y nos internamos cada vez más en la serranía hasta el punto en que se terminaron las carreteras asfaltadas y hubo que poner la tracción en las cuatro ruedas para atravesar ríos y lodazales, a pesar de ser época seca. Hoy me arrepiento de no haber estado más atento a los detalles, porque por mucho que busque el rio Socuy en Google Earth o Google Maps, este no aparece. Me tocó buscar las coordenadas de las distintas cuevas, publicadas por la SVE, para intentar deducir dónde estuvimos aquellos días de diciembre de 1991, y colocarlo en el mapa.

Serranía de Perijá


Camino al cauce del rio Socuy


Un detalle que guardo en la memoria del viaje hasta la serranía, fue la disparidad de gustos musicales. En mi carro venían Jesús, un chamo más joven que yo llamado Bernardo, y un tercero que no recuerdo el nombre, ni su gusto musical. A Jesús le gustaba la música clásica, a Bernardo un rock pesado de los que produce jaquecas y yo estaba enganchado con bandas pop en castellano. Cada hora nos turnábamos seleccionando la música, es decir, cada uno metía su casete con las canciones que había grabado.

Las nuevas generaciones no saben de casetes de música y no sospechan que antes de los ´play list´, uno tuviera que ponerse a grabar canción por canción en esos casetes de 60 o 90 minutos de duración, con el reto adicional que los minutos estaban repartidos en dos lados. Es decir, la cinta giraba hacia un lado 30 o 45 minutos y después había que voltearla para que girara hacia el lado contrario, por el mismo tiempo. Si uno no estaba atento cuando grababa su casete, la última canción quedaba cortada. Fue un gran adelanto tecnológico cuando los tocacintas o reproductores cambiaban la dirección de reproducción automáticamente, porque ya uno no tenía que cambiar el casete de lado, aun así, esto no evitaba que al grabarlos la canción se cortara.

Si una canción en promedio dura tres minutos, un casete de 60 tenía 20 canciones (dos de ellas probablemente cortadas). De manera que para tener un repertorio variado, uno viajaba con una caja de varios casetes llamada casetera. Recuerdo que en algún momento del viaje desapareció la casetera de Bernardo, y reapareció misteriosamente cuando llegábamos a Caracas, ya de vuelta. Nunca me lo confirmó, pero siempre sospeché que Jesús estuvo involucrado en ese incidente. De la música clásica al ´heavy metal´ había una distancia insalvable.

Al llegar a Perijá dejamos los carros estacionados en un valle minúsculo al pie de una loma por la cual ya no podían trepar y nos tocaba subirla a pie con los macundales al hombro. Recuerdo claramente que para llegar a ese valle habíamos descendido una pendiente bastante empinada de tierra, que, según los vaquianos del lugar, si llovía tampoco la íbamos a poder remontar, con lo cual nuestra fecha de regreso estaba supeditada a que no lloviera los días en que nos tocaba regresar.


El camino a pie se hizo pesado por el barrizal. Los pies se enterraban en el barro a cada paso. Por recomendación de Jesús me había comprado unas botas de caucho que casi me llegaban a la rodilla. En varias ocasiones saqué uno de los pies del barro sin la bota, que se quedaba pegada al fondo como una ventosa al vidrio. Tocaba entonces volver a meter el pie en el hueco de la bota, moverla a los dos lados para que entrara aire debajo y volver a sacarla. Las dos o tres primeras veces que me pasó, me pareció divertido, pero al cabo de un rato, con el peso del morral, cuando uno pierde el equilibrio y apoya de emergencia el pie fuera de la bota, o cuando el barro sobrepasa la altura de esta, desbordándola hacia su interior, la cosa deja de tener gracia y se vuelve molesto. Entonces uno se pregunta qué hace ahí metido en lugar de estar en la playa tomando cervezas con otros amigos. ¡Con razón se hace cuesta arriba conseguir voluntarios para medir las cuevas!

Después de una caminata que no recuerdo qué tan larga fue, llegamos a una casa de bahareque y palos con techo de zinc en la que nos recibió un guajiro con su hijo de unos 8 a 10 años. Nos permitió instalarnos en su propiedad y colocar nuestros sacos de dormir bajo su techo. Su mujer había salido esa semana, creo que para comerciar mercancías en la guajira (no podría decir de qué lado de la frontera) y él se había quedado cuidando el conuco y al pequeño. Por una semana estuvimos compartiendo una buena parte del tiempo con el chamo, al padre casi ni lo vimos, que venía a pasear por el monte con nosotros y se pegaba en todas las comidas que hacíamos en su casa. ¿Me creen si les digo que nunca anoté el nombre del chamo?

Hijo de nuestro anfitrión

El trabajo con los espeleólogos fue una experiencia singular. Cada uno de los 8 días en el monte fue completamente distinto al anterior. Nos organizábamos por grupos según las tareas que se iban acometer, un día en grupos más grandes, otro en grupos más pequeños; unos días buscabas cuevas a lo largo del cauce del río, otros te internabas en ellas a medir su profundidad. Si la cueva era muy profunda, se marcaba su entrada en el plano, y después de comunicado el hallazgo al resto del grupo se decidía si se acometería más profundamente. En el cauce del río encontramos varias bocas de cuevas, la mayoría de las cuales se cerraban pronto. Una sin embargo valió una exploración más larga de la que salimos de noche sin darnos cuenta. Ese tipo de hallazgo, encontrar una cueva larga, disparaba la adrenalina, que junto a la ausencia de luz solar dentro de la cueva trastornaba completamente la apreciación del tiempo.

Explorando el cauce del rio Socuy

Una cueva es un mundo mágico, misterioso, cuya mejor cara es la que logramos inventarnos con la luz de una linterna. Créanme que la oscuridad total de una cueva puede resultar abrumadora. Bonito es ver la luz del sol entrando por la boca de la cueva, pero quedarse sin linterna atrapado dentro de una, sentir la opresión de la oscuridad absoluta, no es para nada agradable, a menos que lleves la espeleología en la sangre. Una noche sin luna al aire libre, en un paisaje remoto, tiene más luz que algunos de los tramos de las cuevas que exploramos en Perijá.

Jesús Otero en una cueva de Perijá

Jesús Otero en una cueva de Perijá

En uno de esos días, mientras explorábamos una de las cuevas profundas, por donde transcurre escondido del sol el rio Socuy, se apagó mi linterna de cabeza. Habíamos pasado un arrastradero de los que exige pasar con el pecho pegado al suelo, y el casco por delante. No recuerdo si fue antes o después de cruzar un sifón, que nos tomó de regreso un buen tiempo volver a encontrar (si, también nos perdimos dentro de la cueva). Estábamos en una parte en que la cueva se abría maravillosamente en un pasillo de inmensas lajas fracturadas que caían en ángulo de 45 a 50 grados. Imagínense a una hormiga caminando sobre un castillo de naipes semi derribado hacia uno de sus lados; era un escenario que bien hubiera querido Spielberg para una película de Indiana Jones, así caminaba yo por el borde superior de una de las lajas, con grietas profundas a los dos lados, con las manos apoyadas en las paredes inclinadas para mantener el equilibrio cuando se apagó la linterna y quedé en la oscuridad más completa, experimentando la verdadera cueva, la que no puedes ver. Con una mano palpé que la caja de las baterías de mi linterna se había abierto, y las pilas habían rodado por el despeñadero. En esa época las linternas de cabeza no eran de leds, compactas, con tres baterías triple A, todo sujeto a la banda elástica de la cabeza. La mía, una versión regular del mercado, venía con una lámpara que se ajustaba a la cabeza o el casco a través de un elástico, conectada a través de un cable gris bastante delgado (y fastidioso porque podía engancharse con cualquier cosa) a una caja de hojalata en la que entraban 4 o 6 baterías C (las grandes), esta caja uno se la colgaba del cinturón, y había que moverla según se pasara por un arrastradero. Me tocó esperar pacientemente, contando interminables minutos en la oscuridad hasta que Jesús vino a rescatarme. Mi aprecio hacia él aumentó significativamente en ese momento; literalmente se convirtió en la luz que iluminaba mi camino, al menos hasta que pude recomponer mi linterna.

En otro de los días nos separamos del cauce del río y nos internamos por la selva abriendo camino con machetes. Nunca hasta ese momento se me había ocurrido que el que va abriendo el paso en el monte la puede estar pasando mejor que los últimos de la fila que van haraganeando. Era tal la cantidad de mosquitos y tan lento el avance, que era preferible estar activo con el machete, abriendo brecha, que ser un blanco estático de los zancudos. Créanme que peleábamos por ir delante. Al final de una tortuosa e infructífera aventura por la selva, llegamos a un camino de tierra que nos condujo al conuco de un gordo inmenso y bonachón, hijo de un español y una guajira. Nos invitó un café y nos contó de unas cuevas que estaban un poco más adelante, advirtiéndonos que unos meses antes habían visto salir de allí al diablo.


Explorando la selva con el hijo de nuestro anfitrión detrás

Las cuevas que nos señaló, por lo que recuerdo, eran conocidas como las cuevas del Laurel, que habían sido exploradas unos meses antes por miembros de la SVE. Para quien nunca ha visto a uno de estos espeleólogos profesionales, y de repente lo ve salir de noche de una cueva, no es raro que lo confunda con el diablo. En 1991, cuando mi linterna atada a una caja de baterías era una maravilla tecnológica, los espeleólogos usaban lámparas de carburo, y unas bragas de minero (overoles, monos) color rojo, que facilitaba su ubicación y rescate en caso necesario. Dichas lámparas de carburo alumbraban con una llama muy brillante que era reflejada de la cabeza hacia adelante por una pantalla metálica similar al espejo que usan las linternas. Concluimos en aquel momento, que algunos campesinos debían estar tomando aguardiente cerca de la boca de la cueva, cuando vieron emerger de ella a uno de estos espeleólogos vestido de rojo con la llama en la cabeza.

Hasta aquí llegan mis recuerdos de ese viaje, al menos los más relevantes. Los nombres de los participantes quedaron grabados en el papel de una carta que aun mantengo y que cuelgo en este blog con el resto de las fotos que tengo en el álbum.


Mapa de la que intuyo fue la zona visitada:

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